No vuelva usted mañana
Larra, el desencanto de un romántico
¿Quién no ha sufrido alguna vez un desengaño amoroso? Siempre es duro y costoso superarlo pero, aunque instintivamente pensemos que nunca más volverá a salir el sol, conviene relativizar, mantener la cabeza fría y no dramatizar, porque lo cierto es que nunca llueve para siempre. Al fin y al cabo, si estás leyendo esta historia es porque conseguiste superar ese desamor sin emplear el drástico "método Larra": ¡enhorabuena!.
Y es que, la imagen que conservamos hoy es la de un Mariano José de Larra suicida, capaz de descerrajarse un tiro en la sien a causa del dolor incontenible por una España ignorante y manipulable… cuando quizá en realidad fueron los desamores agudos y constantes a lo largo de su vida los que terminaron por apretar el gatillo.
Durante la primera mitad del siglo XIX en España, en pleno tránsito de la Ilustración al romanticismo, la conciencia colectiva europea se sumergió en una crisis de valores de la que nacería el hombre moderno, defensor a ultranza de sus derechos como individuo.
En este contexto, el debate sobre el suicidio adquirió una especial trascendencia… una batalla por fijar las decisiones del hombre con respecto a la vida y la muerte.
La capacidad de decidir cuándo morir se convirtió en una cuestión crucial sin importar la condena de la Iglesia, que consideraba el suicidio un delito contra Dios y rechazaba el enterramiento de los suicidas en tierra cristiana.
El hombre romántico se mostraba contrario al progreso industrial y, en este sentido, el suicidio se convertía en una vía de escape que la civilización no podía ofrecer, una liberación del dolor espiritual.
El número de suicidas aumentaba a medida que lo hacía el progreso: eran más proclives al suicidio las personas instruidas, las más civilizadas, y era más frecuente quitarse la vida en las grandes ciudades que en los pequeños pueblos.
Las grandes sociedades y sus contradicciones comenzaban a provocar en las personas situaciones mentales y emocionales límite que, muchas veces, desembocaban en suicidio.
El suicidio era frecuente en el Madrid de principios del XIX que tenía presencia diaria en los periódicos de la capital, como un suceso más. El romanticismo había aligerado su penalización social y la empatía lo había convertido en un suceso cotidiano.
Paradójicamente, esta corriente suicida coincidió con un aumento del miedo y las dudas a lo que sobreviene a la vida, al más allá, creciendo el gusto por lo tétrico y la atracción por el ocultismo y lo desconocido.
No obstante, el terror a la muerte y la atracción por quitarse la vida no fueron emociones irreconciliables. La posibilidad del suicidio compensaba la angustia de la muerte, ya que otorgaba al hombre romántico el poder de disponer de ella de alguna manera y despojarla así de su carácter misterioso y trascendental.
Al convertirse uno en ejecutor de su propia muerte, se convertía en agente activo, decidiendo sobre ella, afrontando y mitigando el miedo que esta le provocaba. De alguna manera, el hombre romántico retaba en duelo a la misma muerte.
La conciencia de la muerte ayudaba a constituir individuos singulares. Los escritores plagaron sus obras de asesinatos, venganzas, ejecuciones y suicidios, proyectando hacia la sociedad una imagen del suicida como héroe romántico, siempre y cuando lo hiciera por amor o por convicción.
El binomio amor y muerte se convirtió en leitmotiv para el arte en general y la literatura en particular, naturalizando el suicidio y dando motivos a más de uno para quitarse la vida. Surgió así lo que se denominó “suicidio teatral”, es decir, cuando se consumaba como una forma de llamar la atención sobre la sociedad, pasando el suicida a convertirse en héroe.
Un suicidio teatral romántico que tuvo su mejor reflejo en Mariano José de Larra… una de las mentes más brillantes del siglo XIX madrileño, pero a su vez un hombre cargado de dudas y frustraciones, complejo y contradictorio, rebelde y profundamente melancólico.
Mariano José de Larra nació el 24 de marzo de 1809 en el Madrid ocupado por las tropas francesas, en el antiguo Caserón de la Moneda, cerca de la Puerta de Segovia, de la que su abuelo era administrador.
Su padre, Mariano de Larra y Langelot, fue un importante médico de la capital. Confiado en la dominación de José Bonaparte como rey de España, llegó a formar parte del equipo médico de monarca francés hasta que el inesperado giro en la guerra, con la derrota en Vitoria del ejército josefino, empujó a los afrancesados a seguir al rey francés fuera del territorio español.
En 1813 la familia Larra se instalaba en Francia, donde permanecerían hasta 1818, cuando volverían a cruzar la frontera hacia España acompañando al infante Francisco de Paula.
Desde época temprana Mariano José se mostró como un joven reflexivo y solitario, características propias del niño prodigio que fue: a los tres años leía perfectamente, a los cinco escribía en español y francés y a los diez ya traducía del griego la Iliada.
La educación que recibió tras a su vuelta a Madrid fue la típica de los ambientes ilustrados de clase media. Estudió en el Real Colegio de Escuelas Pías de San Antonio (en la Calle Hortaleza), en el Colegio Imperial de los Jesuitas y en la Sociedad Económica de Amigos del País, donde asistió a clases de Economía Política.
En 1824, con poco más de quince años, Larra marchó a la Universidad de Valladolid para estudiar Derecho y Medicina. Allí se enamoró perdidamente de una mujer a la que cortejó hasta descubrir que era la amante de su padre. El joven Larra recibía así la primera de muchas bofetadas amorosas en su vida.
AMOR 1 – LARRA 0
Abatido, Mariano José abandonó sus estudios universitarios y volvió a Madrid, matriculándose en los Estudios de San Isidro en 1825, para cursar Física y Griego.
En esos años comenzó a relacionarse con algunos de los personajes más influyentes de la sociedad madrileña, introduciéndose en las más ilustres tertulias que entonces se celebraban y entablando amistad con escritores como Espronceda, Mesonero Romanos, Ventura de la Vega y Bretón de los Herreros.
El contacto con aquellos literatos y la necesidad de dar a conocer sus opiniones le animaron a elaborar su propia publicación, El Duende Satírico del Día. Con tan sólo dieciocho años, Larra se lanzaba a opinar por escrito sobre la sociedad de su tiempo, en un estilo que combinaba el costumbrismo y la sátira. El primer número apareció el 26 de febrero de 1828, y el último, el quinto, el 31 de diciembre de ese mismo año.
En 1829, con veinte años, Larra contraía matrimonio con Pepita Wetoret, con quien tendría tres hijos, Mariano, Adela y Baldomera.
Sin embargo el matrimonio se rompería pronto, en el momento en el que Larra conoció a la andaluza Dolores Armijo, casada con el literato y jurista Manuel María Cambronero. Con ella mantuvo una relación extramatrimonial de algo más dos años, hasta que el marido de Dolores, consciente de lo que ocurría y de que el hecho era público, decidió abandonar Madrid junto a su esposa.
AMOR 2 – LARRA 0
Mientras tato, el nacimiento de Isabel de Borbón en 1830, y de Luisa Fernanda en 1832, decidió la cuestión sucesoria en España, y con ella el futuro político del país. Fernando VII caía gravemente enfermo en julio de 1832, confiriendo a la reina María Cristina los poderes de la Regencia.
La represión fernandina y la censura en contra de los opositores del “Rey Felón” se relajó en estos meses de incertidumbre política, momento que Larra decidió para publicar una nueva revista: El Pobrecito Hablador.
A pesar de contar con unas circunstancias más favorables, el periodista tuvo que deslizar sus críticas a la situación política y social de España a través de una fina ironía. Para ello inventó el personaje del Pobrecito Hablador, que vivía en Las Batuecas y escribía a su amigo Andrés Niporesas.
Larra redactaba unos cuadros de costumbres en que los batuecos hacían gala de estancamiento cultural, vagancia y corrupción… una paralelsimo con el que el escritor claramente condenaba la corrupción del sistema funcionarial y la maleabilidad e hipocresía de la sociedad española de la época.
Publicó catorce números de esta revista, entre el 17 de agosto de 1832 y el 26 de marzo de 1833, en los que dejó patente la crítica al sistema y a los españoles, a través de artículos como ¿Quién es el público y dónde se encuentra?, Sátira contra los vicios de la corte, Vuelva usted mañana o El mundo todo es máscaras.
El cierre de El Pobrecito Hablador pareció deberse a la presión gubernamental, acompañada de un trato compensatorio que pasaba por una buena remuneración económica para Larra y su nombramiento como redactor satírico de La Revista Española, bajo el sobrenombre de “Fígaro”. Así, el articulista de apenas veinticuatro años se convertía en uno de los primeros periodistas españoles que pudieron vivir de su profesión.
Tras la muerte de Fernando VII en octubre de 1833, Larra crítico la timidez de las reformas emprendidas por el nuevo gobierno liberal, así como la búsqueda desesperada de los políticos por hacerse con un empleo público, acusando a algunos de ellos de presentar sus presuntos destierros o encarcelamientos en época absolutista como salvoconductos para acceder a un cargo. Había depositado todas sus esperanzas en un gobierno poderoso y liberal que nuevamente le había decepcionado.
Las críticas políticas y sociales granjearon a “Fígaro” una enorme popularidad y prestigio en Madrid, pero también convirtieron en pública su vida privada. Sus amores con Dolores Armijo, que había vuelto a España meses atrás, fueron la comidilla de los círculos capitalinos hasta el punto de que Larra temía que el deshonor del marido de Dolores terminara en duelo, por lo que decidió alejarse de Madrid y emprender un viaje que le llevaría a Londres y París.
A su vuelta a España, y tras firmar un generoso contrato con uno de los periódicos mejor facturados y de más calidad de la época, el diario liberal El Español, Larra decidió satisfacer su gran obsesión personal: Dolores Armijo.
Sin embargo, aunque intentó recuperarla, Dolores se negó. El 13 de febrero de 1837 se citó con el escritor en su casa de la Calle Santa Clara. Él creía que ella volvería a sus brazos pero no fue así, su amada tan sólo quería recuperar su correspondencia para asegurarse de que la relación no trascendiera.
AMOR 3 – LARRA 0
¡GOLEADA Y FINAL DE PARTIDO!
Cuando Dolores abandonó su casa, Larra, desesperado, cogió una pequeña pistola del cajón de su mesita de noche y se descerrajó un tiro en la sien, acabando así con su vida y su brillante carrera. Tenía veintiocho años.
Su hija Adela, de tan sólo seis, descubrió el cadáver de su padre al acceder a la habitación para darle las buenas noches.
El arma del suicidio se conserva actualmente en el Museo Nacional del Romanticismo de Madrid.
Pocos meses después de la muerte del periodista, Dolores Armijo embarcaba junto a su marido con destino a Manila dispuesta a olvidar lo sucedido y comenzar una nueva vida… algo que nunca sucedería, ya que el barco en el que viajaba el matrimonio naufragó sin supervivientes a la altura de la costa de Buena Esperanza.
El entierro de Larra fue multitudinario. En él se daba a conocer un joven poeta vallisoletano, José Zorrilla, que dedicaba al fallecido periodista este poema:
“Ese vago clamor que rasga el viento
Es la voz funeral de una campana:
Vano remedo del postrer lamento
De un cadáver sombrío y macilento
Que en sucio polvo dormirá mañana.
Acabó su misión sobre la tierra,
Y dejó su existencia carcomida,
Como una virgen al placer perdida
Cuelga el profano velo en el altar.
Miró en el tiempo el porvenir vacío,
Vacío ya de ensueños y de gloria,
¡Y se entregó a ese sueño sin memoria,
Que nos lleva a otro mundo a despertar!”
Actualmente Mariano José de Larra reposa en el Cementerio Sacramental de San Justo. Por la primera vez en España se permitía el entierro de un suicida en sagrado… al menos de un suicida a quien no se hubiera ocultado como tal.
Con la muerte de Mariano José de Larra nacía el paradigma de hombre del romanticismo, incomprendido y atormentado, rebelde pero incapaz de superar los desengaños.
Hoy, esta estatua en la Calle Bailén de Madrid nos recuerda la figura del genio articulista cuyo enérgico carácter enérgico quizá no le permitió aprender que las decepciones son parte de la vida… y es que, parafraseando a Miguel de Cervantes: “muy poco enseñó la vida a quien no aprendió a sufrir”.