Máscara de libertad
Concepción Arenal: el eco oculto
Concepción respiró hondo frente al espejo. La llama de una lámpara de aceite temblaba en la penumbra de su cuarto, reflejándose en sus ojos cargados de determinación. Ahí estaba, mirándose fijamente, como si necesitara reconocerse antes de transformarse. Observó su reflejo y exhaló profundamente. Extendió la mano y acarició suavemente la levita que había colgado en la silla. A su lado, un sombrero negro y una corbata esperaban el momento en que se transformarían en su disfraz. Todo prestado, todo ajeno. Era el atuendo de un hombre, pero para ella era mucho más: era la llave a un mundo que le había sido negado desde su nacimiento.
Suspiró y comenzó a desvestirse, despojándose de la ropa femenina que marcaba su lugar en el mundo. Mientras, recordó las palabras de su madre: "La vida de una mujer es obedecer, callar y servir." Esa frase había sido el eco constante de su infancia. Pero desde que tuvo conciencia, Concepción había sabido que no era una verdad absoluta, sino una mentira aceptada por conveniencia.
La falda cayó al suelo como un símbolo de la carga que llevaba desde niña.
—¿Por qué nos relegan a las sombras, a las tareas de la casa, a un rincón donde nuestras voces no pueden ser escuchadas? —se preguntó en voz baja, como si el eco de su propia voz le ofreciera consuelo. Sabía que esa noche no vestía solo ropas masculinas; se imponía un desafío, un grito de rebeldía contra siglos de tradición.
Tomó los pantalones, doblados cuidadosamente sobre la silla. La sensación de la tela al deslizarse por sus piernas le resultó extraña, casi incómoda. Pero al ajustarlos a su cintura, sintió una oleada de determinación.
—¿Es esta incomodidad peor que la de una vida de resignación? —murmuró. —No. Si esta vestimenta me abre las puertas del conocimiento, la llevaré con orgullo.
Luego el corsé, que liberó su torso de la opresión diaria. Se miró de nuevo, casi con extrañeza. Era un acto simbólico, como si al desvestirse de mujer pudiera quitarse también las cadenas invisibles de la sociedad.
—¿Por qué nos prohíben soñar? ¿Por qué nos imponen un destino tan estrecho como el corsé que pretenden que llevemos? — Sus pensamientos bullían como un torrente imparable.
Tomó unas vendas que había preparado previamente. Las sostuvo en sus manos por un momento, sintiendo el peso simbólico de aquel acto. Comenzó a vendarse el pecho con movimientos firmes, tratando de no dejar huecos
—Esta venda no solo oculta lo que soy —murmuró mientras ajustaba la tela con cuidado—. También protege lo que quiero ser. Es un recordatorio de que mi esencia no está en mi apariencia, sino en mi mente y en mi corazón.
Se detuvo un momento frente al espejo. La figura que le devolvía la mirada comenzaba a transformarse. Respiró hondo, sintiendo cómo aquella opresión física se transformaba en fuerza interior.
La camisa blanca rozó su piel al abotonársela. Cada botón que cerraba parecía sellar un juramento silencioso. — Estudiaré. Seré una abogada, aunque el mundo entero me diga que no puedo. Defenderé a los pobres, a los presos, a los olvidados, a las mujeres que no tienen voz. No dejaré que el miedo me detenga —se dijo en voz baja, como si intentara convencerse a sí misma de la valentía que la empujaba a hacer lo que estaba a punto de hacer.
— Desafiaré a quienes dicen que nuestro lugar está en la ignorancia, que no somos dignas de ocupar un asiento en un aula — afirmó, mientras colocaba los faldones de la camisa dentro del pantalón. —Dicen que somos frágiles, que nuestra única virtud es la sumisión. Pero ¿cómo podrían ser débiles las mujeres que crían hijos en la pobreza, que sostienen familias mientras el mundo las ignora? —se recriminó a sí misma mientras se ajustaba el cuello.
Después, tomó unos tirantes oscuros. Los enganchó con cuidado, asegurándose de que estuvieran bien ajustados. Al colocarlos sobre sus hombros, sintió una mezcla de seguridad y determinación.
—Estos tirantes no solo sostienen mi ropa —reflexionó—. Sostienen también mi voluntad, mi firmeza para desafiar las normas y construir un futuro donde no tengamos que ocultarnos.
Concepción tomó la corbata y comenzó a anudarla con dedos algo temblorosos. Era un gesto mecánico, aprendido en secreto mientras observaba a su padre antes de que la muerte se lo arrebatara. —Él también luchó contra lo injusto, y yo continuaré su legado. — murmuró.
Tomó el chaleco oscuro y lo colocó sobre sus hombros. —¿Qué diría él si pudiera verme ahora? —se preguntó con un atisbo de tristeza. Pero inmediatamente desechó la melancolía. —Estaría orgulloso. Me enseñó a pensar, a cuestionar, y eso es lo que hago ahora. Cuestionar un sistema que nos niega derechos.
Sus pensamientos se detuvieron por un momento al mirar sus manos, ahora más firmes. Recordó cómo había soñado, desde niña, con entrar en una biblioteca repleta de libros de Derecho, con asistir a una clase donde pudiera alzar la voz y ser escuchada como cualquier hombre.
Las botas estaban junto a la cama. Se sentó en el borde y comenzó a calzárselas. La sensación de los cordones firmemente atados le recordó los pasos que le habían llevado hasta ese momento: los libros que había leído en secreto, las preguntas que había hecho a escondidas, las miradas de reprobación que había soportado.
—Cada paso que dé con estas botas será un paso hacia un futuro mejor —se dijo mientras se levantaba. —Un futuro donde ninguna mujer tenga que disfrazarse para aprender.
Tomó la levita. El peso de la prenda sobre sus hombros era casi simbólico. —¿Cuántas más se atreverán a dar este paso? ¿Cuántas se resignarán porque no les dejan soñar? — se preguntó. Mientras ajustaba los botones delanteros, sintió que se envolvía en una nueva identidad.
El sombrero de ala ancha completaba su transformación. Se lo colocó con manos firmes, ajustándolo hasta ocultar casi por completo su cabello recién cortado. Había pasado horas frente al espejo, tijera en mano, despojándose de su melena con cada corte, como quien se desprende de una carga innecesaria.
—Hoy soy un hombre —murmuró con una leve sonrisa irónica mientras se observaba en el espejo. —Pero un día no será necesario que lo sea. Algún día, las mujeres caminarán con libertad hacia las aulas, sin disfraces ni restricciones —Concepción se permitió una sonrisa fugaz.
El reloj de la pared marcó las primeras horas de la madrugada. Era hora de marcharse. Recogió los libros que había escondido durante semanas y los apretó contra su pecho, como si en ellos residiera la esperanza de un mundo mejor. Antes de cruzar la puerta, se detuvo y respiró hondo. Sabía que el simple hecho de salir de casa con ese atuendo podía costarle más que su reputación. Pero también sabía que el cambio nunca vendría sin sacrificios.
— Cuando entre a esa aula, no seré solo yo quien esté allí. Estaré llevando conmigo a todas las mujeres que sueñan con algo más. Seré su voz, aunque aún no sepan que tienen derecho a gritar—murmuró, apretando los puños.
Concepción salió de su casa con el corazón acelerado, pero con una calma extraña en el alma. El frío de la madrugada de Madrid le golpeó el rostro, pero ella no vaciló. Cada paso que daba hacia la Universidad resonaba en el suelo empedrado como un desafío, como como un latido: firme, constante, lleno de vida.
—Un día—, pensó mientras el edificio de la Universidad Central se alzaba frente a ella, imponente y amenazante, —este lugar será tan nuestro como suyo. Y yo seré una de las razones por las que eso ocurra.—
La puerta del conocimiento estaba cerrada para las mujeres, pero Concepción Arenal estaba dispuesta a forzarla, a abrirla aunque fuera disfrazada de hombre. Porque en su interior ardía la certeza de que, algún día, otras entrarían por ella sin necesidad de esconderse.