¿Renacer de las cenizas?
la tumba perdida de lope de vega
Madrid es historia viva y, en ocasiones, espacios cargados de tradición y leyendas han mutado para adaptarse a la sociedad del momento. Es el caso de la desaparecida floristería El Jardín del Ángel del Barrio de las Letras: la que hasta hace unos meses era una de las más antiguas floristerías de Madrid fue, hasta mediados del siglo XIX, cementerio de la contigua Iglesia de San Sebastián.
La costumbre de enterrar a los difuntos dentro de las iglesias comenzó en España en el siglo XIII, tras la época de dominación árabe. Hasta entonces existieron diferentes cementerios en Madrid, como el visigodo de Valdebernardo, el musulmán de la Plaza de la Cebada o el judío de Embajadores.
El Madrid cristiano comenzó a promover los entierros dentro de iglesias, conventos y parroquias e incluso en los patios, huertos y jardines anejos, según la importancia y disponibilidad económica del fallecido.
Antes, todo cristiano deseaba reposar cerca de las reliquias de los santos y los mártires, porque creía que así, con su proximidad a los ojos de Dios, participarían de algún modo de su santidad. También se creía que era útil que los sepulcros estuvieran en la iglesia a la vista de los fieles y así, éstos, al ver las sepulturas de sus familiares difuntos, se acordarían de los ellos en sus plegarias.
Aunque la muerte es lo único que nos iguala a todos, los enterramientos siguen marcados por la clase social a la que pertenecemos. De este modo los nobles eran enterrados en impresionantes panteones o hermosos sepulcros de mármol en el interior de las iglesias o monasterios.
Las clases medias tenían que conformarse con una sepultura en el suelo de las iglesias, bajo una losa de piedra, y las clases más bajas eran enterradas en los cementerios al aire libre situados junto a las pequeñas iglesias parroquiales, como este de San Sebastián.
Los pobres, mendigos e indigentes que fallecían en hermandades y hospitales, encontraban su eterno descanso en los cementerios de dichas instituciones y, los que morían en la calle, acababan en fosas comunes.
Sin embargo, la costumbre de enterrar a los cristianos en iglesias planteaba una importante cuestión: ¿cómo era posible enterrar durante siglos a tan elevado número de personas en un espacio tan limitado? La respuesta fueron las llamadas "mondas parroquiales".
Las mondas consistían en exhumaciones de los cadáveres, al cabo de cierto tiempo, para separar los huesos de la carne putrefacta. Esta se mezclaba con la tierra de la tumba para que terminara su descomposición y así la tumba podía ser reutilizada inhumando otro cuerpo. Los huesos, por su parte, quedaban depositados en el osario del templo.
Las mondas de esta iglesia de San Sebastián fueron muy conocidas y macabras, por realizarse en público y a plena luz del día. Eran prácticas muy desagradables por los fétidos hedores que producían y que se extendían por toda la iglesia. Además, constituían un serio problema de insalubridad y provocaban epidemias, lo que obligaba en ocasiones a desmontar el tejado de las iglesias para proporcionarles ventilación.
Este fue el detonante que hizo que, en 1787, Carlos III prohibiera los enterramientos en iglesias y restableciera el uso de cementerios al aire libre, más allá de la cerca de Felipe IV que rodeaba la ciudad.
El movimiento higienista iniciado en la época de la Ilustración, influyó en las medidas adoptadas sobre la regulación de los enterramientos desde finales del siglo XVIII y en la creación de cementerios extramuros en las ciudades españolas, a imitación de la normativa que ya estaban desarrollando otras potencias europeas.
Ya durante el reinado de José Bonaparte, a principios del siglo XIX, vieron la luz dos de los primeros cementerios de la ciudad: los cementerios Generales del Norte y del Sur.
Este cementerio de San Sebastián fue conocido durante el siglo XVII como el cementerio de los cómicos y los arquitectos, ya que la iglesia era sede de las cofradías de estos gremios, la de Nuestra Señora de la Novena y la de Nuestra Señora de Belén. En él recibieron sepultura, entre otros, Ventura Rodríguez, Juan de Villanueva, Don Ramón de la Cruz, Ruiz de Alarcón o José de Espronceda. Cuenta la leyenda que José Cadalso intentó desenterrar con sus propias manos el cadáver de su amada, la actriz María Ignacia Ibáñez, “la Divina”, de una de sus tumbas.
Sin embargo, este cementerio es especialmente conocido porque aquí fue a parar el cuerpo de Félix Lope de Vega tras su muerte. El 24 de agosto de 1635, el poeta asistía a una conferencia de Medicina y Filosofía en el antiguo Seminario de los Escoceses, en la actual Calle de Jacometrezzo, durante la cual sufrió un desmayo.
Fue trasladado a su casa y los médicos le practicaron una sangría que le debilitó considerablemente. Al día siguiente, ya muy enfermo, aún pudo escribir un poema y un soneto, pero su médico de cámara recomendó que le fuera administrado el Santísimo Sacramento.
El día 27 de agosto, a las cinco y cuarto de la tarde, el genio fallecía en su casa de la antigua calle Francos, actual Calle Cervantes.
Por petición de su hija sor Marcela de San Félix, el cortejo pasó frente al Convento de las Trinitarias Descalzas en el que profesaba como monja de clausura, para poder despedirse de su padre a través de las rejas del convento. Finalmente, los restos mortales de uno de los más grandes escritores del Siglo de Oro fueron depositados en la Iglesia de San Sebastián, en la Calle de Atocha. Las honras fúnebres duraron nueve días. Doscientos autores le escribieron elogios que fueron publicados en Madrid y Venecia.
Su patrón, el Duque de Sessa, quien se había comprometido a pagar un depósito anual de 400 reales para mantener la tumba del dramaturgo en una de las capillas del templo, pronto dejó de hacerlo y los restos de Lope fueron trasladados a un osario común, para desgracia de la cultura española.
De esta forma, una vez más, a causa del olvido y el descuido, perdimos para siempre el rastro de uno de los autores más grandes e inmortales de la literatura universal, genio del teatro español, nuestro “Fénix de los Ingenios”, cuyos restos descansan perdidos en el polvo de los siglos.