A la luz de las velas
oficio de farolero, una llama apagada
¿Os imagináis si al llegar la noche la calle no se iluminara? Hace siglos, esta situación era lo normal y debías desplazarte portando un farol de mano para alumbrar tu camino en la oscuridad... y así fue hasta que la instalación del alumbrado público facilitó la vida de los ciudadanos. Al frente de ese primitivo alumbrado estaba la figura del farolero.
Hasta 1717 velones, antorchas, candiles y linternas sirvieron para dar luz a calles y casas de Madrid… una escasa iluminación que los maleantes aprovechaban, en la nocturnidad de las calles de la capital, para actuar. Felipe V ordenó que cada vecino de la Villa instalara un farol en la fachada de su casa, separado de la pared por al menos una vara. Estos faroles empleaban diversos combustibles, desde aceite hasta grasas o betunes. Los gastos y el mantenimiento corrían a cargo de cada vecino… un polémico sistema que no funcionó.
En 1765, Carlos III decidió instalar un sistema de alumbrado público en cada uno de los ocho “quarteles” o distritos en que estaba dividida la ciudad que, a su vez, se dividían en barrios. Al final de su reinado, la mayoría de las capitales, ciudades y villas más importantes del reino disponían, en algunas de sus calles.
En un primer momento, aquella iluminación duraba sólo seis meses, desde octubre hasta mediados de abril, pero se acabó ampliando a los doce meses por razones de seguridad ciudadana.
Es en este momento cuando surgió el oficio de farolero, la persona responsable de encender las velas de sebo o el candil de aceite con una escalera. Los dueños de las casas quedaban de esta manera liberados de la limpieza y el mantenimiento de los faroles.
En Madrid, el número de faroleros ascendía a 115, que cuidaban de 4.600 farolas, de las que a cada uno se asignaban 40 farolas para su gestión, en una ruta de calles determinada. Las farolas se colocaban a treinta pasos de distancia en plazuelas y calles anchas y, en las calles más estrechas, a una distancia de sesenta pasos.
Antes de que cayera la noche los faroleros se reunían en la Puerta del Sol con los celadores, quienes les proporcionaban el material de trabajo necesario para su labor: lanza, escalera, aceite, mecha de algodón, guantes, gorras y una cesta con paños.
Cada día los faroleros subían su escalera, limpiaban los cristales y encendían el farol. Esa era su rutina. Al amanecer debían apagarlos todos. Cada farolero respondía del estado de los faroles que tenía asignados y debía pagar los desperfectos en el caso de que se produjeran. Su sueldo era de tres reales diarios.
En el caso de que los daños en este mobiliario urbano los produjera algún ciudadano y se le descubriera, se le impondría multa de 6 ducados la primera vez que se le sorprendiera dañando un farol y el doble la segunda vez, junto con un detalle importante: los padres o tutores serían responsables de los faroles que sus hijos rompieran.
En 1835, el Marqués viudo de Pontejos, corregidor de la Villa, ordenó sustituir los faroles de candil por otros nuevos, de gas. El farolero los prendía con la mecha que llevaba en el extremo de su lanza… una operación en la que el viento jugaba un papel determinante. El alumbrado público funcionaba hasta las tres de la madrugada y las farolas se encendían todas las noches, menos las que hubiera claridad suficiente por la luna.
El oficio del farolero desapareció definitivamente a partir de 1930, fecha en la que se introdujo el alumbrado eléctrico. Poco a poco llegaba la modernidad, hasta hoy, en que no podemos concebir nuestras vidas sin la luz eléctrica que gobierna nuestras calles, de día y de noche.
En la Calle Concepción Jerónima, encontramos esta escultura realizada por Félix Hernando en 1999, en recuerdo a los antiguos faroleros de Madrid. Homenajea así a un oficio que, como muchos otros, se han perdido a causa de los avances tecnológicos y ahora debemos recordar... porque evolucionar no significa olvidar.