El molde del éxito
Antonio rodilla, el sabor de las tradiciones
Uno de ensaladilla, otro de ahumados, de queso con nuez, de salami, de atún con tomate, de pavo, vegetal… ¿quién no ha cometido alguna vez un “rodillacidio”, o lo que es lo mismo, un buen atracón de sándwiches del Rodilla?
Entrar en una de sus tiendas con la idea de comprar un sándwich suelto para calmar el gusanillo y salir por la puerta con un pack de doce emparedados, es algo que a muchos nos pasa habitualmente… porque, aunque todos tenemos nuestro favorito, es muy difícil elegir entre la gran variedad de bocados que nos ofrece uno de los negocios más emblemáticos de la capital y casi una religión para muchos madrileños: Rodilla.
Y es que el sándwich es uno de los inventos culinarios más curiosos y con mayor un número de adeptos en todo el mundo, desde que el aristócrata inglés John Montagu, IV conde de Sandwich, o mejor dicho, sus cocineros, lo idearan a mediados del siglo XVIII.
Educado en los mejores colegios de Inglaterra, John Montagu (1718-1792) fue un personaje destacado en su época. Ocupó cargos importantes como embajador plenipotenciario y primer lord del Almirantazgo, fue mecenas de Händel y patrón del capitán Cook en su conquista de la actual Hawái. Sin embargo, su nombre no es recordado hoy por ninguno de estos méritos, muy al contrario, serían su pasión por las cartas y dos trozos de pan los que harían pasar a Lord Sandwich a la posteridad.
Un buen día de 1762, la compulsión ludópata del noble inglés le llevó a mantenerse 24 horas seguidas en una mesa de juego, tan absorto que no se levantó ni siquiera para comer. Sus criados se las ingeniaron para improvisar una comida que no interrumpiera a su señor mientras jugaba y con la que no se manchara las manos. El resultado, un filete de buey entre dos mitades de pan tostado que el aristócrata devoró sin quitarle ojo a sus naipes.
La idea tuvo éxito y pronto se puso de moda, hasta tal punto que en las reuniones de la aristocracia se empezó a servir la misma receta que, desde entonces, se ha interpretado de múltiples maneras y ha permitido a numerosas empresas dedicarse exclusivamente a su fabricación… entre otras, la madrileña y familiar Rodilla.
Antonio Rodilla Rodríguez nació, en 1909, en el pueblo salmantino de Guijuelo, en el seno de una familia especializada en la fabricación de embutido.
Con veinte años, el joven guijuelense marchó a Tetuán, por aquel entonces colonia española, donde montó un negocio de coloniales desde el que distribuía los productos que producía su familia en Salamanca. El negocio le fue muy bien… tanto que, al concluir la Guerra Civil, se trasladó a Madrid, donde decidió invertir el dinero obtenido en África en abrir un nuevo negocio.
El 24 de diciembre de 1939, Antonio inauguraba un colmado de embutidos con obrador en un pequeño local, de apenas sesenta metros cuadrados, ubicado en una esquina de la Plaza de Callao. El joven comerciante bautizó con el apellido familiar: Rodilla.
En los años cuarenta, la sociedad madrileña se encontraba inmersa en las duras consecuencias de un periodo de postguerra. Continuaba el racionamiento, lo que dificultaba la distribución de mercancías, entre otros los embutidos procedentes de Salamanca con los que Antonio surtía su nuevo negocio. Y es que, en aquellos años los comerciantes no solo debían preocuparse por las ventas sino también por saber aprovechar el género evitando el despilfarro… y el futuro éxito de Antonio Rodilla provendría de esta necesidad.
Rodilla vendía fundamentalmente embutido al peso: barras de jamón de york, jamón serrano y queso cortadas en lonchas. Sin embargo, pronto observó cómo sus clientes no querían saber nada de la parte trasera de estas barras, que en gran medida se desaprovechaban.
En aquellos tiempos difíciles, cualquier idea para aprovechar al máximo los recursos era bienvenida, así que Antonio pensó en una fórmula: vender ese producto sobrante de su charcutería en forma de novedoso bocadillo.
Pero, a diferencia del bocadillo tradicional, el nuevo producto estaría elaborado con pan de molde, muy suave, ligero y sin corteza, lo que permitía un mayor tiempo de conservación, inspirado en el sándwich inglés… un producto del que el comerciante había oído hablar pero que aún suponía una rareza en España.
Debido a que las dificultades propias de la posguerra imposibilitaban al salmantino la compra de productos extranjeros, ideó una receta propia con la que poder elaborar este tipo de pan de molde en su obrador de Callao.
La combinación de un pan diferente, blando, resistente al paso del tiempo y más barato en una época de escasez, con los diferentes rellenos, supuso un éxito tan arrollador que la popularidad de Rodilla y sus emparedados pronto se extendió por todo Madrid.
Como emprendedor inquieto, Antonio Rodilla decidió aprovechar su notoriedad para abrir nuevos negocios: una cafetería en la Calle Montera llamada La Favorita y que a finales de los años cincuenta sustituiría por La Española, la primera cafetería de la capital tal y como las conocemos hoy, donde también se vendían también batidos y siropes. Además, decidió abrir una fábrica de helados en la calle Postigo de San Martín, que trasladó posteriormente a la Plaza de Legazpi.
No obstante, el despacho de sándwiches de la Plaza de Callao continuaba siendo su establecimiento más rentable… más aún con la creación de una nueva receta que terminaría por convertirse en su producto estrella: el sándwich de ensaladilla rusa, un verdadero clásico que se mantiene en nuestros días.
Fue en esos años cuando Antonio decidió darle una vuelta más a su negocio e introducir una barra para que los clientes pudieran hacer una parada rápida y degustar alguno de sus emparedados en el propio local. El despacho de sándwiches para llevar evolucionaba… sin saberlo, Antonio Rodilla acababa de introducir en España el concepto de “fast food”, ya que, hasta entonces, los españoles solamente comían en bares y restaurantes de sillas, mesa y mantel.
A medida que los terribles años de la posguerra se alejaban y los madrileños hacían un hueco en sus vidas para el ocio, la clientela de Rodilla aumentaba.
Sus emparedados eran baratos y fáciles de llevar, de manera que la gente los comía por la calle, mientras paseaban o compraban. También solían llevárselos a las sesiones en los cines de la Gran Vía o los consumían a la salida de las películas, generando enormes colas en la Plaza de Callao.
A comienzos de la década de los 70, Antonio decidió abrir nuevos establecimientos, sucursales de su original “Rodilla”, que pasarían a gestionar sus hijos. De esta manera, en 1972 se inauguraba un segundo establecimiento, en la Calle Princesa y, diez años después, un tercero en la Calle Orense.
Más tarde, Rodilla se extendería por todo Madrid a través de franquicias y, finalmente, daría el salto a otras provincias españolas… un proceso del que Antonio ya no fue testigo, tras su muerte en 1983, con el negocio que había levantado con sus propias manos casi medio siglo atrás en pleno rendimiento.
Hoy, lo que nació en 1939 en este local de la Plaza de Callao como un modesto colmado, se ha convertido en un potente grupo empresarial (ya no en manos de la familia Rodilla) y en una de las señas de identidad de Madrid, no sólo como parte del paisaje urbano de la capital sino también como un bocado de historia que todos los madrileños y madrileñas, sin importar su clase social o su edad, pueden compartir.