El rey de la mesa

Taberna La Bola. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

Taberna La Bola. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

cocido madrileño, tres vuelcos de historia

Existen pocas cosas que apetezcan más en los días de frío en Madrid que un plato de cuchara, ¿verdad? La gastronomía de puchero no solo nos sirve para entrar en calor, sino también para deleitar nuestro paladar con el sabor de las tradiciones. El cocido es uno de esos platos, quizá el más representativo y arraigado en la gastronomía madrileña, cuyo origen enlaza directamente con la historia del pueblo judío.

Sangre judía corre por las venas de nuestro país… una tierra en la que, hasta 1492, permaneció asentada la comunidad sefardí durante cerca de 1.500 años.

“Sefarad” es el nombre con el que los judíos denominan a España, un país en el que, durante cientos de años, convivieron en perfecta armonía junto a musulmanes y cristianos. Esta estrecha relación permitió que cada uno de esos pueblos imprimiese su legado en una de las culturas más variadas del mundo.

Gracias a su conocimiento del árabe y a sus avances científicos, entre los siglos X y XII los judíos se volvieron imprescindibles para la administración de los reinos cristianos.

Sin su aportación nunca hubiera existido la escuela de traductores de Toledo ni se hubiera recuperado la sabiduría del mundo clásico perdida en Occidente. Los asesores de Alfonso X El Sabio eran judíos, al igual que sus recaudadores de impuestos, médicos, contables y matemáticos.

Los judíos formaban una comunidad muy próspera desde el punto de vista económico y muy influyente en lo político. De hecho, una de las principales vías de financiación de las campañas militares de los cristianos contra el reino musulmán de Granada fueron los comerciantes y empresarios judíos… unos méritos que no impidieron su expulsión de la península al terminar el proceso de Reconquista.

La política de unidad religiosa que los Reyes Católicos implantaron tras la conquista de Granada acabó con la tolerancia entre credos.

En marzo de 1492 se firmaba el Decreto de la Alhambra, que daba de plazo a los musulmanes y judíos hispanos hasta el 31 de julio de ese mismo año para elegir convertirse al cristianismo o bien tomar el camino del exilio.

De un total de 80.000 judíos, unos 50.000 eligieron marcharse. El resto decidieron bautizarse y convertirse al cristianismo, pero se trataba de conversiones dudosas, por lo que la Inquisición no dejó de acosar a aquellos que consideraban “judaizantes”… conversos que mantenían clandestinamente su culto y costumbres judías.

De esta manera comenzó una obsesión constante por la “pureza de sangre”. Tener antepasados judíos, por remotos que fueran, cernía sobre uno la sombra de la sospecha, llegando a convertirse en un estigma que podía vetar el acceso a trabajos, a cargos políticos o a un mejor estatus social.

Los judíos que finalmente eligieron el exilio se dispersaron sobre todo por Francia, el norte de África y el Imperio Otomano… pero dejaron su huella en nuestro país en forma de un patrimonio inmaterial que abarca la literatura, la música, la medicina e incluso la gastronomía. Y es que, aunque no seamos conscientes, ese pasado hebreo se asoma hoy a nuestros platos más típicos y cotidianos.

Las legumbres como los garbanzos, las alubias, las lentejas, las habas... fueron muy consumidas por los judíos. No comían ni cerdo ni pescados sin escamas. Tampoco consumían platos de caza y jamás mezclaban la leche con la carne.

Los potajes de alubias blancas (judías), las empanadillas, las albóndigas, el comino, el pisto manchego, el gazpacho, la fritura de pescado, los boquerones en vinagre, el escabeche, las torrijas, los pestiños, los buñuelos y los postres elaborados a base de almendras son, entre otros, recetas típicas españolas que aún conservan la huella judía.

Todos estos platos se preparaban siguiendo unos preceptos religiosos, denominados kásher, que convertían esos alimentos en adecuados para su consumo y que a día de hoy se siguen manteniendo.

Por último, había comidas especiales realizadas con motivo de las festividades de la religión judía. Una de estas recetas fue el antecedente de nuestro actual cocido.

La adafina (o “tesoro escondido”) consistía en una olla de barro en la que se cocían lentamente y sobre brasas garbanzos, vegetales y carne de cordero, que se condimentaban con especias como la canela y el clavo. Este plato se preparaba la noche del viernes al sábado y de esta manera los judíos respetaban la prohibición, marcada por su religión, de realizar actividades físicas durante el Sábado Sagrado o Shabat. Entre estas limitaciones se encontraba la de encender la cocina.

La adafina se servía muy caliente y en tres platos, que corresponden con los vuelcos del cocido actual: primero se tomaba la sopa y después la carne y la verdura.

Tras la expulsión de los judíos del reino en 1492, los conversos que permanecieron en nuestro país siguieron preparando este plato. Pero esta vez, para demostrar a sus vecinos cristianos, y especialmente a los inquisidores, su adhesión a la religión católica, decidieron incorporar carne de cerdo, prohibida por la religión hebrea, sustituyendo a la de cordero.

Era frecuente que el Inquisidor General, Tomas de Torquemada, ordenara a sus alguaciles entrar en las casas y cocinas de judíos conversos para comprobar qué comían y asegurarse de que su “conversión” había sido efectiva.

Los conversos, por su parte, comenzaron a incorporar carne de cerdo en todos sus platos, a cocinar con manteca y hasta a colgar jamones en el portal de sus casas… de ahí que en la época se les denominara despectivamente “marranos”.

Durante el siglo XVI, con la llegada de nuevos productos de América, entre otros el pimentón, se comenzaron a elaborar chorizos y a incluirlos en el aquel primitivo cocido, que en esta época cambió de color y de sabor.

En el siglo XVI la receta evolucionó hacia la “olla podrida”, conocida por su abundancia y diversidad de ingredientes, precedente directo del cocido actual. Este fue un plato tan famoso en la sociedad española del Siglo de Oro que autores como Lope de Vega, Quevedo, Cervantes y Vélez de Guevara lo reflejaron en sus obras.

El nombre de este plato resulta engañoso ya que, aunque parezca un término despectivo, en realidad proviene de “olla poderida”… que significa olla de los poderosos… en referencia a que solo las personas pudientes podían permitirse un plato con tantos ingredientes.

La denominación “cocido madrileño”, tal y como ha llegado a nuestros días, aparece por primera vez a finales del siglo XVII. Durante el siglo XVIII el cocido estaba presente en las casas de los madrileños todos los días excepto los viernes de vigilia y, ya en el siglo XIX, se incorporó la patata a la receta, como componente imprescindible de las clases más modestas.

Con el paso del tiempo este plato fue poco a poco aceptado por las clases nobles, apareciendo ya en los menús de tabernas… entre ellos en el de La Bola, uno de los restaurantes más emblemáticos y antiguos de la capital, cuya manera de elaborar el cocido ayudó a convertirlo en una de las señas de identidad de Madrid.

Situado en la Calle de la Bola, fue regentado inicialmente por Cándida Santos quien, al llegar a la capital desde su Asturias natal en 1870, adquirió este local que en origen fue una botillería.

El espacio era tan pequeño que Cándida tuvo que fijar tres horarios con versiones diferentes de su cocido para contentar a todo el mundo: el de mediodía, que también era el más económico, por 1,15 pesetas, para los trabajadores; el de la una de la tarde, por 1,25 pesetas, el preferido de los estudiantes, al que se le añadía gallina; y el de las dos de la tarde, con carne y tocino, para periodistas y senadores.

Los cocidos se servían en pucheros de barro individualizados porque era habitual que a los comensales, sobre todo los de las clases sociales más bajas, hubiera que levantarlos de la mesa al no respetar las franjas horarias. La idea del puchero individual de barro permitía que pudieran llevarse el resto y salieran del local para terminárselo en la calle.

La fama del cocido de La Bola fue tal que llegó hasta la Corte, siendo muy frecuente encontrar el carruaje real por las inmediaciones del restaurante. La Infanta Isabel, conocida como “La Chata”, adoraba este plato típico madrileño y solía enviar a su servicio a buscar los pucheros que más tarde comería en palacio junto a su hermano Alfonso XII.

En nuestros días el cocido madrileño es uno de los platos más consumidos en la capital, no sólo como una forma de deleitar nuestro paladar, sino como una experiencia que nos permite reunirnos con nuestras familias y amigos para compartir con ellos esta centenaria tradición, transmitida de mesa en mesa, de generación en generación.

P.D: Dedicado a todos los hosteleros españoles. Gracias por mantener vivo el poder de las tradiciones.

Cartel publicitario en azulejoMiguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares,1547-Madrid, 1616)

Cartel publicitario en azulejoMiguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares,1547-Madrid, 1616)

Las penas con pan son menos
— Miguel de Cervantes


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