El sueño de la razón

Monumento a Francisco de Goya. Historia de Madrid

Monumento a Francisco de Goya. Madrid, 2019 ©ReviveMadrid

Francisco de Goya: luz y tinieblas

El carromato avanzaba con dificultad por el camino pedregoso que conducía a la frontera francesa. El amanecer era gélido, y la bruma envolvía los campos, borrando el horizonte como si el mundo quisiera ocultarse de su mirada. Francisco de Goya, envuelto en una capa oscura, observaba a través de la pequeña ventana, aunque sus ojos no veían el paisaje. En su interior, el peso de los años y los recuerdos se mezclaban con la melancolía amarga de quien abandona lo que más ama, aun cuando ya no lo reconoce.

— Así acaba todo — se dijo en voz baja, dejando que el carruaje amortiguara su susurro. — Viejo, sordo y marchándome como un fugitivo. ¿Es esto lo que merecía? — Una sonrisa amarga asomó a sus labios.

Madrid quedaba atrás, sumida en la niebla. La ciudad que lo acogió como un joven lleno de ambiciones parecía ahora expulsarlo, vieja y desgarrada, igual que él. Cerró los ojos y dejó que el traqueteo del coche arrullara sus pensamientos. Había sido testigo de demasiadas cosas, y cada una lo acompañaba ahora, como una procesión interminable de fantasmas.

El cochero, un hombre de rostro curtido por los caminos, masculló algo al girarse hacia él. Goya no reaccionó. La sordera, compañera inseparable desde hacía más de tres décadas, lo aislaba incluso de los murmullos de los vivos. Al no obtener respuesta, el hombre resopló, ajustando las riendas con impaciencia.

— Siempre tan altaneros estos aristócratas. — murmuró, más para sí mismo que para el anciano pasajero. — Más huraño no se encuentra.

Goya no oyó las palabras del cochero, pero las habría reconocido sin sorpresa. La sordera lo había convertido, a ojos de los demás, en un hombre distante y arisco. Los malentendidos se acumulaban como las capas de pintura en sus cuadros, y su carácter, endurecido por el aislamiento, alimentaba aquella percepción. — No entienden que el silencio no es elección — pensaba a menudo. — Es una celda que me encierra incluso cuando quiero hablar. — Absorto, se acomodó mejor en el asiento y dejó que su mente vagara hacia tiempos lejanos.

— ¿Qué quedó de aquella España que tanto amé? — se preguntó. La respuesta llegó en forma de imágenes. Recordó su infancia en Fuendetodos, el pequeño pueblo aragonés donde nació. Las paredes encaladas de su casa, los juegos en las calles de tierra, las primeras líneas trazadas con carbón. Allí había comenzado todo, entre la pobreza y los sueños, con la mirada de un niño que ya ansiaba cruzar el horizonte.

De Fuendetodos a Zaragoza, de Zaragoza a Italia, y luego a Madrid. La capital lo recibió como un joven pintor lleno de ambiciones, y durante un tiempo, todo parecía posible. En los talleres de la Real Fábrica de Tapices, sus pinceles capturaron una España luminosa: risas de niños, fiestas populares, tardes bajo el sol. El quitasol, La gallina ciega, La pradera de San Isidro... las imágenes desfilaron por su mente como un cuadro aún vivo. Había plasmado la alegría colectiva, la esperanza de una España unida y dichosa.

— Qué lejos parecen esos días de inocencia — murmuró, — un eco lejano, una cruel burla de lo que pudo ser y no fue. ¡Qué ciego fui entonces, creyendo que esa luz duraría para siempre!

Pero todo cambió con la invasión francesa — ¡La guerra! ¡Maldita sea la guerra! — pensó, y sus manos temblaron de ira — ¡Cuando las risas dieron paso a los gritos, cuando las calles de Madrid se tiñeron de sangre y miedo! — Los recuerdos de Los fusilamientos del 3 de mayo lo golpearon como un puñetazo. Los condenados, iluminados por una linterna despiadada, alzaban los brazos en un último gesto de desesperación. Sus rostros aterrorizados, frente a soldados sin rostro. Había pintado aquella escena para gritar la verdad al mundo, pero descubrió que la verdad no redime: solo duele.

— ¡Qué hemos hecho, España! ¡Qué nos hemos hecho a nosotros mismos! — La voz de su pensamiento era un rugido silencioso. Recordó las aldeas arrasadas, los cuerpos apilados en las calles, las madres llorando a sus hijos. Su serie Los desastres de la guerra no era solo un testimonio, sino un lamento desgarrador, un grito de impotencia ante un mundo que había perdido toda cordura.

— Los desastres... No los inventé. Los vi. Los sentí. ¿Qué queda del alma cuando has visto tanta barbarie? ¿Cómo cerrar los ojos ante el sufrimiento de los inocentes? — En su memoria, las víctimas de la violencia se mezclaban con las mujeres que había retratado. — Las lavanderas junto al río... tan reales, tan frágiles. Y luego ellas, las otras... esas pobres criaturas que dibujé para que nadie olvidara lo que les hicieron. ¿Quién escucha sus gritos?

Después vino la traición. Fernando VII, el ‘rey deseado’, se reveló un tirano. La esperanza de libertad fue aplastada bajo el peso de un absolutismo mezquino — Un rey felón — murmuró, apretando los puños — capaz de arrodillarse ante el enemigo y aplastar a su pueblo.

El coche tropezó con un bache, sacudiéndolo bruscamente. El cochero miró hacia atrás, quizá preocupado por el silencio del anciano, pero Goya seguía perdido en su laberinto de recuerdos. Pensó en la Quinta del Sordo, donde había pintado sus visiones más oscuras: Saturno devorando a su hijo, El aquelarre, El duelo a garrotazos. Obras nacidas de su alma atormentada y de un país que se consumía a sí mismo.

— Como esos dos necios con sus garrotes… así estamos, los españoles, hundidos hasta las rodillas en nuestra propia tierra, golpeándonos sin comprender que el verdadero enemigo somos nosotros mismos.

Había creado esas imágenes porque sentía que eran necesarias, aunque ahora dudaba si alguna vez serían comprendidas. — ¿Se perderá mi mensaje entre las sombras, igual que yo?

El cochero detuvo el carromato en un cruce, dejando que los caballos descansaran. Goya bajó con dificultad, apoyándose en su bastón, y miró al horizonte. Francia lo esperaba, un país que le prometía refugio, pero no paz. No había paz para alguien como él, cargado con tantas imágenes en su mente y tantos gritos en el alma.

— España, mi España... — murmuró al viento. No podía negar el amor que aún sentía por su patria, pero era un amor herido, lleno de desengaño. A pesar de todo, España seguía siendo su hogar, su musa y su condena. Cerró los ojos y respiró profundamente. Sabía que, aunque se alejara, nunca podría escapar del todo. — Llevo a España en mis huesos. En mi alma. Allí donde vaya, seguiré pintándote. Por mí. Por la verdad.

Subió de nuevo al coche, resignado. Mientras el traqueteo del carromato se retomaba, cerró los ojos y dejó que los recuerdos lo envolvieran una vez más. Madrid, con sus luces y sombras, se desdibujaba en la distancia, pero su alma permanecía allí, atrapada entre los colores vivos de los tapices y las tinieblas de las Pinturas negras. — Tal vez mis monstruos sean lo único que quede de mí. Tal vez, algún día, entiendan que amé a España incluso cuando me dolía.

El paisaje, árido y desolado, reflejaba su estado de ánimo. Pero en lo profundo de su ser, una chispa seguía viva. Esa chispa que lo había llevado a pintar tanto la alegría como el horror, y que ahora lo empujaba hacia el exilio. Porque, aunque dejaba atrás su patria, sabía que nunca podría desprenderse de ella. España seguiría viviendo en él, con todas sus luces y sombras, hasta el último suspiro.


El pintor Francisco de Goya, 1826, Vicente López. Museo del Prado. Historia de Madrid

El pintor Francisco de Goya, 1826, Vicente López. Museo del Prado

La fantasía, aislada de la razón, sólo produce monstruos imposibles. Unida a ella, en cambio, es la madre del arte y fuente de sus deseos
— Francisco de Goya


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